https://www.youtube.com/watch?v=ZcDOw0ITvuM

Me permito traer a colación algunos apartes de la intervención del Papa Juan Pablo II a los participantes de un Congreso de transplante en 1991:

«Respecto a la medicina no sería justo rechazar un don de Dios [es decir, la ciencia médica] sólo por el mal uso que hacen de ella algunas personas (...); por el contrario, debemos arrojar luz sobre lo que han corrompido». (San Basilio el Grande).

Con la llegada de los trasplantes de órganos, que empezó con las transfusiones de sangre, el hombre ha encontrado un modo de donar algo de sí mismo, de su sangre y de su cuerpo, para que otros puedan seguir viviendo. Gracias a la ciencia, a la formación profesional y al empeño de los doctores y agentes sanitarios, cuya colaboración es menos evidente pero no menos indispensable para la realización de complicadas operaciones quirúrgicas, se presentan desafíos nuevos y maravillosos. Se nos desafía a amar a nuestro prójimo de un modo nuevo; en términos evangélicos, amar «hasta el extremo» (Jn 13, 1), aunque dentro de ciertos límites que no se pueden sobrepasar, límites fijados por la misma naturaleza humana.

Sobre todo, esta forma de tratamiento es inseparable del acto humano de donación. En efecto, el trasplante supone una decisión anterior, explícita, libre y consciente por parte del donante o de alguien que lo representa legítimamente, en general los parientes más cercanos. Es la decisión de ofrecer, sin ninguna recompensa, una parte del propio cuerpo para la salud y el bienestar de otra persona. En este sentido, el acto médico del trasplante hace posible el acto de entrega del donante, el don sincero de sí que manifiesta nuestra llamada constitutiva al amor y la comunión.